Ojalá encuentren aquí un pedazo de Cuba, de su alma y de su gente... un poco de Matanzas, y un poco de mí

lunes, 10 de mayo de 2010

Maestra voluntaria, en nombre de René Fraga

En el 50 aniversario de los primeros maestros voluntarios

Oneida Fraga Moreno tenía 17 años cuando el 22 de abril de 1960 Fidel hiciera el primer llamado a jóvenes cubanos para convertirse en maestros voluntarios. Pero ella, que estudiaba el segundo año en la escuela de maestros primarios de Matanzas, no se emocionó mucho con la idea, porque creía que su papá no la iba a dejar.

  La penúltima de doce hijos, con unos padres relativamente viejos y que habían sufrido la muerte de su hermano René (Fraga Moreno) a manos de la tiranía de Bastista en 1958, Oneida y su hermana más pequeña no sabían qué hacer.


  “Llegamos a la escuela y era el alboroto, todo el mundo se iba. Nosotros pertenecíamos a la Asociación de Estudiantes y nos llama el compañero que dirigía para ver nuestra disposición, y cuando se lo digo a mi hermana, ella me dice que ella no iba a hablar con papi.

  “Entonces voy yo, y le explico lo que había. Y mi papá me dijo: ¿Qué ustedes quieren, irse? Ah, vayan, ¡pero yo aquí rajadas no las quiero! Y aquello lo interiorizamos al punto de que mi hermana cogió una hepatitis y trabajo pasaron para sacarla porque ella no quería llegar rajada a la casa”.


  El 13 de mayo junto a las demás futuras maestras voluntarias matanceras, partieron para la Sierra Maestra. Sin embargo su hermana tuvo que volver por la enfermedad. Allí quedó Oneida, entre gente que apenas conocía, con el ejemplo de su hermano como guía y las palabras del padre como advertencia.

  Tres meses de preparación en Minas de Frío le permitió a Oneida relacionarse con el medio natural de aquella zona, y prepararse para lo que tenía por delante. Entre mayo y agosto, además de recibir clases, visitaron lugares donde el Ejército Rebelde había librado sus batallas.

El Campamento y la hermandad
 
  Varios campamentos conformaron aquellos primeros maestros voluntarios en la Sierra Maestra: Meriño, Magdalena, El Roble y el Central, son los que recuerda Oneida. Cuenta que los varones llegaron primero (desde el 3 de mayo) y armaron las barracas donde dormían.

   Oneida se acuerda como si fuera hoy la vida allí, la hermandad, y a los profesores que eran combatientes del Ejército Rebelde. “Era una vida muy sana, dormíamos en hamacas; los varones iban a Minas de Frío, cargaban los sacos de comida, y nosotros lo que menos pesaba.

   “Estuvimos una vez quince días a comida enlatada porque se desató un temporal, estaban los ríos crecidos, no se podía mover uno de allí ni cocinar nada, hasta que determinaron evacuarnos para las casas de los campesinos con mucho riesgo.

   “Inclusive en el Meriño se perdió un compañero, que cuando bajó el río lo vieron, pero ahogado. Pero eso, independientemente de la tristeza de perder un colega en esas condiciones, no amilanó a nadie, todo el mundo continuó”.


  El Roble, que era el campamento donde estaba Oneida, quedaba en un hueco, y cuando venían visitas ellos se divertían muchísimo, pues si había llovido siempre se caían en la bajada y se ensuciaban el pantalón. “Nosotros les decíamos que habían puesto la moral en el piso”.

  “Cuando íbamos a Minas de Frío buscábamos yaguas, y entonces bajábamos las lomas sentadas en las yaguas, caminábamos otro tramo y así.

  “Éramos jóvenes como cualquiera. Le sacábamos parodia a cualquier cosa. Cuando las crisis aquella de la sardina, cantábamos: ¡Quítame la sardina, que no la puedo ver, qué vacío luce el plato, vuélvemela a poner!


  “También teníamos un profesor que nos hizo un coro, pero lo único que sabíamos cantar era Vereda tropical. La cantábamos de lo más bien, pero la gente por fastidiar empezaban: otra, otra… pero no podíamos porque esa era la única que teníamos montada.

  “La pasábamos muy bien. Y lo principal es que uno hubo una falta de respeto hacia nadie. Las muchachas nos bañábamos en el río, y ninguno fue capaz de acercarse allí. Nosotros les lavábamos la ropa a ellos. Era una familiaridad muy grande.


  “Subimos el Pico Turquino tres veces. La primera vez nos levantaron de madrugada porque los jefes querían siempre que el campamento de nosotros ganara. Nos llevaron por lugares difíciles, hasta que llegamos a La Plata, acampamos allí y al amanecer que subimos el Truquito. Cuando los otros campamentos estaban subiendo nosotros ya estábamos bajando.

  “Esa subida me provocó un derrame en la rodilla, el médico me vio y me dijo que yo no podía hacer más la caminata. Yo le dije, ¡ah, está bien! El pañuelo que tenía de cabeza me lo enticé bien y me fui a la segunda, y los 18 años los cumplí allí (el 19 de julio) en el punto más alto de Cuba y frente a la estatua de Martí.
 

  En septiembre Oneida comienza a trabajar en plena Sierra Maestra, en una zona de una estirpe revolucionaria muy grande: la de Guillermo García, de Crecensio Pérez y de Vilo Acuña: un lugar donde ella no solo enseñó, sino que aprendió y terminó de crecer.

Dar clases en la zona de Guillermo García Frías

  Tras su graduación el 29 de agosto de 1960, a Oneida le asignaron la tarea de enseñar a los niños y adultos analfabetos de la zona de Los Quemados en la actual provincia de Granma.

   “Me llevaron en un jeep hasta allá, y díseme el compañero: ¿Tú ves el techito ese aquel que brilla allá atrás?, llega y di que tú eres la maestra. Entonces me dice que no había escuela y me señala para una mata de anacaguita y me dice que ahí podía dar las clases.

   “Yo me quedó parada ahí, en un mar de lágrimas, en aquella soledad, sin conocer a nadie, y cuando no veía ni el jeep, ni el polvo que levantaba empecé a caminar para encontrar el techito, pero el techito no se acercaba.


  “En la puerta había un campesino, y le digo que soy la maestra. Él me preguntó que por qué estaba llorando y yo le dije que no, que era el polvo del camino. Y ahí me enseñó mi cuarto, que era, bueno, un cuarto campesino al fin, con un catre, que para poderme levantar tenía que tirarme al piso y echarme el catre arriba y después enderezarlo, porque aquello era casi una hamaca, y el saco que tenía llegaba al piso.

   “Ahí estuve unos meses, hasta que fui a vivir para otra casa con más condiciones. Logré que los compañeros de la granja Granma, que colindaba con nosotros me construyeran una escuelita de madera, con techo de zinc y piso de cemento. Y me lo gané porque los sábados y los domingos iba con mis alumnos a recoger algodón, frijoles o lo que hubiera”.


  Oneida Fraga le puso a esa escuelita José Luis Dubroq, mártir de la Revolución cubana y amigo de su hermano René, pero los niños quisieron cambiarlo por el de Ignacio Pérez, hijo de Cresencio Pérez, que era de la zona y había muerto en un combate en la sierra. “Para los muchachos era Ignacio Pérez, pero para mí siempre fue José Luis Dubroq”.

  “Los fines de semana, después que teníamos la escuela, los muchachos me decían, maestra vamos para que usted vea dónde nació fulano. Un día me dicen, maestra, vamos a la Portada de la Libertad (Playa de las Coloradas), así le decían ellos al lugar por donde desembarcó Fidel en 1956. ¡Ja!, yo creí que era ahí mismo, pero lo que teníamos que caminar era mucho. Salimos de madrugada y regresamos casi oscureciendo.

  “Con ellos aprendí a tumbar cocos y a tomar su agua, a sacarle la miel a los panales. Eran niños, y todo eso lo aprendí de ellos. Yo nunca en mi vida había recogido algodón, ni cortado caña. Mi papá tenía finca, pero íbamos de paseo. Yo los enseñé a leer y a escribir pero yo aprendí mucho de ellos.

  “Un día me llevaron a conocer al padre de Guillermo García, y siempre íbamos a pie porque a mí no me gustaba montar caballo. Aquel encuentro fue normal, era una gente normal. Yo veo a Guillermo y estoy viendo a su padre”.

  Sin embargo, a pesar de haber sido la primera maestra de la tierra natal del Comandante Guillermo García Frías, Oneida Fraga Moreno no ha tenido nunca la posibilidad de conocerlo personalmente.

  “A veces pienso en ponerme de acuerdo con la Asociación de Combatientes por si viene a Matanzas, pero nunca lo he hecho. Lo que sí perseguí y compré el libro que lanzó en la Feria, y cuando lo estoy leyendo me quedo ensimismada porque menciona muchas personas que yo conocí”.  

  En Los Quemados, que pertenecía al municipio de Niquero Oneida enseñó a leer y a escribir a 53 niños y adolescentes, además de los adultos que iban por la tarde. Pero allí, más que la maestra, Oneida era médico, abogada, consejera y psicóloga.

Ser más que maestra

  Oneida Fraga Moreno tenía apenas 18 años y mucha responsabilidad cuando decidió convertirse en maestra voluntaria en mayo de 1960. Pero no solo a enseñar a leer y escribir se resumían sus funciones.

  “Allí éramos todo, porque todo iban a consultarlo con el maestro. Cuando la primera campaña Antipolio, yo tuve que ponerme dura con ellos, porque si la maestra no se la tomaba no se la daban al niño.

  “Y cada vez que venía uno la maestra tenía que tomarse una. Entonces cogí un grupo como de 15 personas, las reuní, y les dije: miren, esto no me cura a mí, esto cura a los niños de ustedes, yo me voy a tomar una para que lo vean, y ustedes van a ser los portadores en su zona de que yo me la tomé, porque mientras que yo siga tomando, es una menos que tienen los hijos de ustedes.


  “Yo tuve un caso, que es de risa. Era un señor que tenía dos mujeres con hijo, una al lado de la otra. Y entonces las mujeres venían a darme las quejas a mí y yo de intermediaria, hasta que un día no pude más y le dije que cómo se le ocurría tener dos mujeres una al lado de la otra con tanto espacio que hay.

  “Allí constituimos los Comités de Defensa de la Revolución y la Federación de Mujeres Cubanas. Y la otra lucha fue cuando los cursos Ana Betancourt, convencer a esos padres para que dejara ir a sus hijas a La Habana para estudiar, porque ellos decían que con lo que yo les enseñaba era suficiente”.


  Oneida no habla de miedo. Como jefa del grupo de maestros voluntarios de su zona caminaba largas distancias para visitar a sus compañeros, y una que otra vez le cogió la noche hasta que le advirtieron que había alzados en la zona.

  Tres años estuvo en plena Sierra Maestra y terminó su misión en la zona de Sevilla, un poco más arriba de Los Quemados. Pero el fin a su tarea no lo puso ella, sino aquella rodilla, que había empezado a sufrir en la primera caminata al Turquino, y a la que ella nunca hizo caso.

La añoranza por la segunda tierra

  Oneida Fraga arrastró los tres años que estuvo como maestra voluntaria en la actual provincia de Granma los problemas en su rodilla. Con la inmadurez de sus apenas 18 años, tras la primera recaída, lejos de atenderse continuó las caminatas, que más tarde serían la causa de su regreso a Matanzas.

  “Me llevaron al médico en Manzanillo, y me mandaron un tratamiento de diatermia. Pero cuando voy a ver al jefe de los maestros me dice que ellos no tenían presupuesto para tenerme alojada en un hotel para hacer el tratamiento.

  “Así vine para Matanzas, y el médico aquí me hizo un estudio y resulta que la complicación era más seria y terminé operándome, porque era un problema de menisco. Y cuando acabó me dijo que él como ortopédico no me daba el alta para que me fuera para allá.

  “Me dijo: yo soy revolucionario, yo sé la necesidad que hay de maestros, pero lo mismo que haces falta allá, haces falta aquí. Si tú te quieres ir, te vas, pero si recaes a mí no me vengas a ver. Y no me fui más.


  “Me dolió, y todavía yo a veces añoro volver allí. En el año 92, un compañero mío, Lázaro Noel Hoyos, presidente del Consejo Popular Matanzas Oeste (y maestro también) llegó a verme un día y me dijo que venía de la provincia Granma. Que lo habían invitado a Niquero, y cuando el primer secretario del Partido (3) se enteró que él era matancero, se le acercó y le dijo que la persona que le había enseñado a leer y a escribir era de Matanzas.

  “Había sido alumno mío. Y llevó a Hoyos a su casa, le presentó a su familia y me mandó una carta. Después recibí otra carta de una alumna. Ella había venido conmigo a Matanzas en unas vacaciones siendo una niña, y me contaba todo lo que la había impresionado ese viaje.


  “Ella me dice que lo que yo había hecho no era en vano, y me relata lo que es cada cual allí. Unos son médicos, maestros…, y en esa carta ella me cuenta dónde están y lo que ha sido de sus vidas. Yo a cada rato la leo, y siento esa nostalgia. Y me digo, ¡quién lo iba a pensar, esos muchachos que no sabían nada y hoy sean profesionales!

  “Uno no es capaz de imaginarse lo que conlleva un maestro. Yo me hice maestra por René, porque de niña a mí me gustaba más la biología. Pero cuando vino el paso este de los maestros voluntarios, vi los cielos abiertos, y me enamoré del magisterio, y ahí me quedé, y trabajé 43 años”.  


  A los 68 años Oneida mantiene el mismo brillo de cuando hace 50 años dijo sí al llamado de Fidel. Aquella experiencia le valió para mantener toda la vida el amor por la profesión más bella del mundo.

  Muchos niños, adolescentes y adultos de la ciudad de Matanzas le deben a esta mujer, que después se convertiría en bibliotecaria, el amor por la lectura y por la vida.

  Oneida no se resiste a su jubilación, y cada vez que puede vuelve a los libros, a la Universidad de Adulto Mayor, o adonde la llamen para dar charlas, porque mientras viva no cejará en su afán de enseñar.

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