Diariamente contamos el tiempo; el implacable; ese que si nos distraemos, nos pasa la cuenta. Contamos cada hora del día y soñamos con estirarlas o las robamos a la noche, porque el tiempo casi nunca alcanza.
Lo primero que aprendemos a contar, aún antes de empezar la escuela, son los dedos. Algunos jamás dejan de contar con los dedos, aunque con el paso de los años las cuentas se hacen más difíciles.
Ya no basta entonces con contar los pesos para la merienda que dan los padres o la ayuda para salir los fines de semana, cuando llega la adolescencia. No basta tampoco con contar los días que faltan para el cumpleaños; los que restan hasta las vacaciones o para tener, al fin, novia o novio.
Cuando las personas crecen, llegan otras cuentas: las de la electricidad, el agua, el teléfono, la comida, la ropa y los artículos de aseo. Son cuentas difíciles, porque no siempre da la cuenta.
Abrimos, los que podemos, cuentas de ahorro en el banco, para los quince de la niña o simplemente para asegurar el mañana.
Pero son todas cuentas que nos atormentan, nos pragmatizan, nos hacen la vida más complicada. Y pocos entienden que mientras sacamos cuentas, la vida nos pasa la cuenta, quitándonos las cosas que valen.
¿Cuándo fue la última vez que sacó la cuenta de los besos que dio, de las veces que hizo el amor, de los buenos momentos que pasó junto a sus amigos?
¿Cuándo fue la última vez que sacó la cuenta del amor que ha dado y el que aún le queda por dar? ¿A cuánta gente hizo bien? ¿A cuántas personas amó?
No se trata de contabilizar los amigos, las conquistas o los coitos, sino de saber cuánto de verdadero se ha tenido en la existencia.
Las cuentas verdaderas son las que se sacan la final de la vida, cuando ya no importan contar el tiempo o las posesiones. Porque las del amor son las cuentas que cuentan en la vida.
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