Todos los niños, alguna que otra vez, han pescado una fiebrecita de esa que desvela a los padres, aunque no sea más que el síntoma de la llegada de un catarro pasajero y benigno. Y todos han pescado también, cíclicamente, esas otras fiebres que los hacen ir por temporadas del trompo al papalote; de las bolas al pon; de la bicicleta a las carriolas; de los patines a las patinetas; del arco y la flecha a las pistolas; del voleibol al basket y del fútbol a la “pelota”.
Sociólogos y otros investigadores tendrían en este aparente ingenuo fenómeno caldo de cultivo para indagar por ejemplo sobre tendencias sociales, sobre las causas que generan movimientos masivos, hasta cómo influyen los medios de comunicación en las mentes de los niños.
Sería interesante analizar por qué cada determinado tiempo vuelve una u otra fiebre, y de pronto los pequeños echan a un lado todas sus otras diversiones para enfocarse en una.
Ahora, por ejemplo, en Cuba hay fiebre de béisbol, y desde el niño más pequeño capaz de sostener un guante y darle con un palo a la pelota hasta infantiles jóvenes, dedican sus tardes a echar topes, lo mismo en un terreno que en plena calle.
La causa parece ser la actual Serie Nacional de Béisbol, que si bien en la temporada 2010-2011 no logró provocar a mucha gente, en esta ha elevado la temperatura nacional.
Pero antes hubo fiebre de fútbol, y el punto máximo se alcanzó durante la copa mundial, cuando parecía que Cuba se vería obligada a cambiar de deporte nacional, pues no quedó rincón donde una pelota y cualquier espacio simulando una portería, bastaran para armar un torneo.
Pero otras fiebres infantiles muchas veces son causadas por las series que se transmiten en el espacio de aventuras. Aunque en los últimos años, a no ser por la reciente y poco atractiva Adrenalina 360 grados, las sosas propuestas internacionales televisadas en este horario no han ofrecido ejemplos a seguir a los niños y adolescentes cubanos.
Pero recuerdo series como Robin Hood, que levantaba cada vez se ponía todo un movimiento de arqueros que querían ser como el ladrón que robaba a los ricos para dar a los pobres; o las aventuras de Los tres mosqueteros, que incitaba a pequeños espadachines a pelear en nombre del honor y la justicia.
Las bolas tienen su tiempo, que no siempre es preciso, y se ubica entre una tendencia marcada por la televisión y otra. Tiene que ver a veces con la disposición de bolsas de canicas en las tiendas cubanas, y como las otras fiebres, se extiende como la pólvora, de un barrio a otro, hasta hacerse nacional.
La calentura por los patines también tiene que ver con la existencia en los comercios; sin descontar que son juguetes a veces un poco caros, y siempre peligrosos. Habitualmente lo practican más los adolescentes, aunque recuerdo hace unos meses una fiebre masiva de unos patines que se vendieron a 80 pesos en moneda nacional. Por suerte, esos patines, que dejaron a más de un niño con un hueso roto, tenían mala calidad y pasaron a ocupar su lugar en el saco de los juguetes rotos.
Los papalotes en Cuba tienen su explosión en el otoño, cuando el viento sopla más fuerte. Pero la mayor fiebre de papalotes que recuerdo ocurrió mientras se transmitía la aventura cubana Los papaloteros, serie de factura nacional que contaba la conmovedora historia de dos niños pobres, que encontraban en empinar papalotes una vía de escape a sus problemas diarios.
Hasta el gato tuvo papalotes en Cuba entonces, y quienes sabían construirlos llenaron sus bolsillos, a costa de aquella fiebre que duró casi un año entero, y que se repitió cuando retransmitieron la serie.
De trompos no recuerdo ninguna aventura, sin embargo es otra fiebre que vuelve, siempre una vez al año, y su alcance como las otras es, inexplicablemente, nacional.
Las fiebres de juegos infantiles, como llegan se van. Una cede terreno a la otra, y así, se van sucediendo a lo largo del año. Ahora también hay fiebres de Play Station, de películas en DVD y de videojuegos.
Pero en Cuba, por suerte, estas últimas no llegan a alcanzar la masividad de esas otras fiebres tradicionales, que subsisten y se repiten cada año, tal vez para que los niños no olviden los juegos que jugaron sus abuelos y sus padres, esos que los hacen más libres y les enseñan la vida.
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