Confieso que nunca me senté a escuchar un disco de Sara González, sin embargo, cuando por azar la oía en la radio o la televisión no podía menos que admirar esa voz cristalina y fuerte, para mí la mejor de la nueva trova cubana.
Sin haber tenido nunca el privilegio de oírla en vivo, sentía hacia Sara una empatía que trascendía el marco de su imagen artística y se concentraba tal vez en su alma, en esa sencillez que transmitía con sus ojos y sus toscos gestos o en su valentía por amar a una mujer.
Sara se me antojaba especial. Cuando ella estaba en el escenario parecía poseída. No necesitaba su cuerpo o su cara, porque Sara era su voz.
Todo en ella respondía a lo que su voz decía. Sus pies se levantaban un poco, como para que la voz se elevara; sus largos y huesudos brazos se abrían y se alzaban expresivos y sus manos de dedos largos apretaban el micrófono fuerte, como si este se le pudiera escapar de pronto, y la voz se pudiera perder.
Pero cómo se le iba a perder esa voz, que ni aún el cáncer inoportuno o la muerte, que al fin la ganó este primero de febrero, podrán apagar. Cómo perdérsele esa voz sin madrinas o padrinos, nítida y verdadera, esa voz que forjó cuando la trova no era más que guitarra, verso y voz.
Muchas personas la recordarán por su canción del barrio, esa que se hizo himno y bandera, y que renace cada septiembre a pesar de que otros cantautores, por encargo o voluntad propia, hayan insistido en hacer canciones cederistas más modernas.
Sin embargo, mi Sara está cantando a capela. La Sara que no se me sale ahora mismo del recuerdo, le canta a los héroes.
Yo era una niña, pero es una imagen que no olvido. Era un acto nacional por alguna fecha trascendental, creo que en Matanzas y Fidel estaba ahí. Sara comienza a entonar: La muerte, con su impecable función de artesana del sol…, y de pronto el público hace silencio (un silencio sepulcral), Sara crece hasta hacerse enorme, y su voz que baja y sube, casi perfecta, me eriza la piel.
Yo lo veía por la televisión, pero era como si Sara estuviera frente o casi dentro de mí. Magistral, cada palabra, cada tono, cada melodía… Sara parecía iluminada y su voz lo inundaba todo.
Ese día Sara me hizo llorar por los héroes. Fue la primera vez que una canción me hizo llorar.
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Su nombre es pueblo
(Eduardo Ramos)
La muerte
con su impecable función
de artesana del sol,
que hace héroes, que hace historia
y nos cede un lugar
para morir,
en esta tierra,
por el futuro.
Qué ejemplo
se ha convertido en puñal,
se ha convertido en fusil,
se ha convertido en la trinchera
de la voluntad,
de la palabra amar,
de la conciencia
y de la muerte.
No hay nombres
de los que caen en las costas,
de los que caen en los montes,
del que cayó con el machete
en el mismo lugar
que tiempos más atrás
cayeron otros,
otros sin nombre.
A los héroes
se les recuerda sin llanto,
se les recuerda en los brazos,
se les recuerda en la tierra;
y eso me hace pensar
que no han muerto al final,
y que viven allí
donde haya un hombre presto a luchar,
a continuar.
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