Un amigo me comentaba con tristeza hace unos días como cada vez más se pierde la costumbre de compartir y se fomenta, por desgracia, el egoísmo entre nuestros niños.
Me contó que cuando era pequeño siempre andaba con una retahíla de chiquillos, pero que nunca su mamá les negó un plato de comida o un pan con algo cuando les cogía la hora de almuerzo o merienda en su casa.
Lo que había se compartía entre todos, porque ella decía que “donde comen dos, comen tres, y donde comen tres, comen cuatro”.
Hoy la gente es más reacia a compartir la mesa, el pan o la casa. Poco a poco, incluso entre familias, se pierde la costumbre de hacer visitas y ni hablar de pegar la gorra.
Hay quienes le echan la culpa a los años del período especial, cuando lo poco que había estaba contado y había que ser muy cuidadoso con eso de aparecerse a la hora de comer.
Pero yo recuerdo haber estudiado mi pre en los años duros de esa etapa y entonces compartíamos como nunca: el agua, las tostadas de pan, la comida casera, los pocos dulces que nos llevaban nuestros padres.
En los barrios los vecinos se prestaban el poquito de sal, de azúcar, la librita de arroz, el huevito para el niño; préstamos que se convertían en “no me lo tienes que devolver”.
Entonces sí se compartía, porque ser generoso no es dar lo que sobra, sino compartir lo que se tiene.
Algo más nos pasó, que tal vez tiene que ver con que nos endurecimos, con que perdimos otros valores que desembocan en la generosidad.
O tal vez sea el síndrome que padecen quienes nunca tuvieron nada. Porque si nos detenemos a observar son quienes más tienen a quienes más les cuesta dar.
La gente humilde no ha cambiado. Siguen teniendo sus casas abiertas, te invitan a almorzar si llegas a la hora, te brindan el buchito de café o el dulce acabadito de hacer.
La gente humilde sigue prestándose el poquito de cualquier cosa o las herramientas, porque “quién sabe si mañana yo también necesitaré”.
Pero quienes tienen mucho se encierran para que nadie vea cuánto tienen, no prestan por miedo a que no les devuelvan y no dan porque creen que todos viven como ellos.
Hoy los niños juegan con sus amiguitos, pero a la hora de merendar o almorzar cada uno para su casa.
“Yo paso mucho trabajo para comprarte esto, así que te lo comes tú solo”, le dicen algunos padres a sus hijos cuando le entregan el pan con jamón y la caja de jugo para la merienda de la escuela.
“Ese juguete costó muy caro, no puedes prestárselo a nadie porque te lo rompen”, dicen otros padres, de esos a quienes tener les ciega.
Y así compartir se aleja del mundo de muchos niños, que se pierden la oportunidad de recibir una sonrisa, un simple “gracias” o la reciprocidad que se logra cuando se da algo.
Claro que no todo está perdido. Quedan madres, como las de mi amigo, que enseñan a sus niños a picar el pan a partes iguales. Madres que saben que rico no es quien más tiene, sino quien comparte lo que posee.
Y quedan niños que dan la mitad de su pan con aceite al amiguito que no llevó merienda y que prestan la goma o el lápiz que llevaron de contra con los ojos cerrados a quien lo necesite.
Niños que como mi amigo se sienten los seres más importantes del mundo cuando tienen algo para dar.
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