Desde que comenzó enero de 2014 los vendedores de productos agrícolas en Cuba que tenían placitas particulares en sus viviendas están jugando al gato y el ratón con los inspectores estatales.
Y es que como dentro de las 201 modalidades de trabajo por cuenta propia no existe ninguna licencia que permita vender productos agrícolas en sitios permanentes, los cuentapropistas que lo hacen permanecen en el limbo entre lo legal y lo ilegal.
No es que no lo supieran desde que solicitaron sus licencias para ejercer la actividad cuyo título es “carretillero o vendedor de productos agrícolas en forma ambulatoria”; pero dentro del estado de permisividad y relajamiento que imperó en el cuentapropismo, estos puestos de venta proliferaron en todos los barrios, lo mismo en portales, salas, garajes o patios.
La de carretillero o vendedor ambulante de productos agrícolas era, según datos de agosto de 2013, la cuarta de las actividades más representadas en este sector emergente, con un cinco por ciento del total de los más de 440 mil cuentapropistas; y solo superada por las de elaboración y venta de alimentos, transporte de carga y pasajeros y el arrendamiento de viviendas.
El negocio era redondo: con su licencia de vendedores ambulantes vendían en casa, pagando una cuota mensual de solo 70 pesos, sin sudar la gota gorda de recorrer las calles en esta Cuba tropical de calores sofocantes y con una clientela asegurada.
En realidad siempre hubo (incluso antes de que existiera permiso alguno) placitas particulares aquí y allá, que competían con el resto de los mercados agropecuarios y vendían sus productos, en secreto a voces, pero siempre con el temor de que les decomisaran todo.
Antes y ahora, los cubanos critican que en estos lugares se vende caro, pero elogian la calidad de los productos y su presentación; así como la variedad y estabilidad. Destacan además la cercanía y los horarios flexibles de servicio que pueden sacar de un apuro a cualquiera.
Es verdad que en algunos barrios llegaron a ubicarse demasiados puestos; que a veces en una cuadra habían dos o tres casas dedicadas a lo mismo, muchas de ellas sin suministros seguros, con la reventa como premisa.
Pero hay otros, manejados con inteligencia, que se convirtieron en puntos estables y florecientes, adonde siempre se podía acudir para buscar lo necesario, y con el tiempo, como resultado lógico de las reglas del comercio, hubieran eliminado a los menos competitivos.
Hoy la mayoría de la gente siente bastante que estas placitas, al menos las más populares, tengan que mudarse para una carretilla y echar a andar por la calles para que no les multen o les retiren la licencia.
A nadie le cabe la menor duda de que la ley se hace para respetarla. Pero, ¿a veces no hará falta cambiar la ley para ajustarla a las necesidades de las personas en vez de lanzar una cruzada contra una actividad tan necesaria como la venta de productos de la agricultura?
¿Qué motivo real existe para negar la posibilidad a cuentapropistas de vender alimentos del agro en puestos fijos fuera de los agromercados? ¿No se corren los mismos riesgos de acaparamiento y especulación con la venta ambulante?
Sabemos que existen otras opciones para comprar productos del agro, pero aún son insuficientes. Nadie niega además que la venta ambulatoria no sea útil, sobre todo para personas que no pueden moverse, como ancianos que viven solos, personas discapacitadas o mujeres con niños pequeños.
Pero si somos sinceros, ni siquiera los vendedores ambulantes, aquellos que ciertamente jamás han vendido en sus casas (exceptuando a unos pocos) deambulan como deben hacerlo según está legislado. Somos testigos de cómo se detienen en las esquinas, obstruyen el tráfico y molestan a los vecinos; a veces por sus gritos y otras por el tiempo que permanecen en el mismo sitio.
Por eso muchos prefieren esas placitas particulares del barrio, lugares a donde se va a comprar al seguro, porque los mercados agropecuarios estatales o particulares cierran más temprano, no siempre están bien surtidos y quedan más lejos.
Es cierto que las placitas particulares en sitios fijos, al ser comercios mayores, pueden estimular ilegalidades como el desvío de productos de diversas fuentes como Acopio, de los propios productores independientes que incumplan sus compromisos con el estado con tal de ganar más y hasta de los mercados estatales.
Esto a la larga afecta al pueblo que encuentra menos productos más baratos y los tiene que buscar en las casas de quienes los revenden.
Así mismo, no resulta tampoco beneficioso para la economía nacional, territorial ni familiar, el incremento exponencial de individuos ejerciendo la venta de productos agrícolas, mientras que la producción se mantiene igual o decrece, porque es más fácil y más lucrativo vender alimentos que trabajar la tierra.
Pero si se quiere incentivar la iniciativa por cuenta propia, hay que perderle el miedo a los fantasmas y atajarlos de otras maneras, controlando y no botando el sofá como acostumbramos a hacer en este país.
Es una regla que cuando las leyes ignoran la realidad se convierten en caldo de cultivo para las violaciones. Y aquí entra el juego del gato y el ratón. ¿Qué han hecho los vendedores de productos agrícolas para poder seguir vendiendo en sus casas?
Hay varias iniciativas. Algunos venden a puertas cerradas. Otros se arriesgan o sobornan a los inspectores, vendiendo como si no pasara nada.
Pero la mayoría se ha agenciado su carricoche: carretillas de construcción, carros inventados con ruedas de camillas de hospital, otros con ruidosas cajas de bola; unos más sofisticados y otros muy simples.
Pues todos los días plantan el carricoche lleno de productos frente a la casa; si ese día corre, quién sabe cómo, la voz de que van a salir los inspectores se mueven un poco, pero si no la dejan ahí todo el día, mientras siguen vendiendo a la clientela fija que se han ganado.
La jugarreta podría causar risa, si no fuera demasiado seria en momentos en que Cuba pretende echar adelante un país diferente, sin hipocresía, sin prohibiciones absurdas, para el bien de todos los cubanos.
Ellos ciertamente están violando la ley porque cometen una de las principales infracciones contempladas en el Decreto Ley 315 del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, la de comercializar artículos o prestar servicios no contemplados en la descripción de la actividad por la que están acreditados: “carretillero o vendedor de productos agrícolas en forma ambulatoria”.
Pero muchos estarían dispuestos a pagar más y demostrar la licitud de sus productos con tal de que les autorizaran a vender en puestos fijos.
Por ahora el comentario crece cada vez que alguien llega buscando este o aquel producto a una de esas placitas y le dicen que el dueño anda con la carretilla porque lo llamaron y le hicieron una advertencia.
Y casi nadie (ni cuentapropistas ni pueblo) entiende, porque nadie lo explica, por qué no se autorizan las placitas fijas si después de todo son tan útiles.
Se podrían tomar otras medidas, como poner tope al número de licencias por Consejo Popular para ejercer esta actividad (de ser autorizada) y seguir, como se hace, incentivando la producción agrícola que traiga consigo una mayor disponibilidad y ojalá, la disminución de los precios.
De una vez por todas Cuba tiene que elevar su capacidad para controlar; las prohibiciones son la decisión más fácil, pero la vida nos ha demostrado que no eliminan la ilegalidad, sino que sirven para hacer parir nuevas ideas a la creatividad del cubano.
La de ahora es la carretilla paripé que solo sirve para engañar al inspector, mientras todo sigue igual, solo que el cuentapropista y sus clientes pasan un poco más de trabajo para encontrarse.
Ojalá las correcciones necesarias para proseguir ordenando esta forma de gestión, combatir la impunidad y exigir el cumplimiento de la legalidad se hicieran contando con todos, que es en definitiva la única manera de actualizar el modelo económico cubano sin perder el rumbo del socialismo.
Puede descargar aquí el Decreto Ley No. 315 en PDF
Foto de Abel Rojas Barallobre. Tomada de Radio Rebelde
Ojalá encuentren aquí un pedazo de Cuba, de su alma y de su gente... un poco de Matanzas, y un poco de mí
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