Ojalá encuentren aquí un pedazo de Cuba, de su alma y de su gente... un poco de Matanzas, y un poco de mí

miércoles, 14 de mayo de 2014

Los niños malos de mi barrio

La foto es de otro barrio, en  Cuba muchos barrios se parecen...
En mi barrio hay niños malos. Andan en la calle, a veces descalzos; arman un juego de fútbol o de béisbol en cualquier lugar, obstruyen el paso de los autos; cuando los mayores les requieren les faltan el respeto, gritan a todo pecho y si la pelota se les va, traspasan rejas e invaden espacios particulares para buscarlas.

Esos niños se van lejos de sus casas, arman broncas con otros niños y se hacen los guapos. A veces son las 9 de la noche y siguen jugando, sin bañarse y sin comer, hasta que sus padres salen a vocearles y se recogen.

Solo entonces los niños malos de mi barrio vuelven a sus casas, con mejores o peores condiciones económicas, a bañarse, a hacer la tarea corriendo, a comerse el plato de comida caliente y acostarse a dormir en una cama digna, porque al otro día hay escuela.

La escuela primaria de mi barrio está en la esquina de mi cuadra. Sobre las 7:30 de la mañana pasan frente a mi casa los niños malos de todas las tardes. Pero no son los mismos. Llevan sus uniformes y zapatos limpios, la mochila llena de libros y los pelos bien peinados.

Pasan callados, entremezclados con los niños buenos. Es verdad que a algunos no les va bien en la escuela. Los padres tienen que ir a cada rato y la maestra les explica que pasan trabajo para aprender, se portan mal, llevan bolas o trompos y hasta se escapan para comprar merienda.

Pero entre ellos los hay inteligentes y aplicados en la escuela; niños que asombran a sus maestros con cada logro.

Yo vivo en el límite entre Los Mangos y Simpson, este último uno de los barrios marginales de Matanzas. Aquí se vive a otro ritmo. A la gente de mi barrio le gusta estar en la calle, jugar dominó en las esquinas y sentarse a tomar ron desde la mañana en los quicios.

Los niños, para hacerse hombrecitos, necesitan mataperrear, fajarse y aprender a arreglárselas por ellos mismos. Y como las casas de los solares son pequeñitas, los niños no tienen espacio para jugar, y se van a las calles.

Y aunque a los ojos de la gente que mira desde lejos parezca que no es bueno que esos niños estén tanto afuera, siempre tiene algo de bueno. Allí se forman también porque aprenden el valor del grupo, de la amistad, de la lealtad y se hacen fuertes para soportar los embates de la vida.

Los miro desde mi portal, los oigo gritar, decir sus palabrotas de vez en cuando y los comparo con otros niños de la calle de otros países. Los de mi barrio salen a la calle solo por las tardes y los fines de semana, pero lo hacen para jugar.

Ellos tienen en la mirada la alegría de saber que son lo más importante para sus familias, andan con la despreocupación con que deben andar siempre los niños y se sienten reyes, dueños de todo, de la calle, de los patios, de las escuelas y de sus propias vidas.

Irrespetan porque tal vez en casa no les respetan a ellos, porque sus padres los mandan a jugar fuera para que no les molesten o simplemente porque es una manera de creer que son mayores. Además, porque la guapería es una condición que no debe faltarle a un hombre en Simpson.

A los niños malos de mi barrio no les gusta que les regañen en mala forma, pero cuando lo haces con dulzura te piden disculpas. Es verdad que le dicen tía o tía a cualquiera y que hay veces que casi te tumban cuando pasan corriendo.

Si están jugando pelota no paran cuando va a pasar un anciano, y no se dan cuenta el lío que pueden buscarse si le rompen el parabrisas a un auto.

Pero uno no puede más que quererlos de lejos, pensando que dentro de ellos habrá mañana muchos hombres de bien si todos nos empeñamos en que lo sean.

Yo sé que algunos se perderán, porque sus padres no son los mejores ejemplos. Pero otros lo serán, lo veo en sus ojos, porque dentro esa dureza que aparentan, ellos son simplemente niños, son arcilla donde se puede moldear la bondad.

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