Ojalá encuentren aquí un pedazo de Cuba, de su alma y de su gente... un poco de Matanzas, y un poco de mí

miércoles, 12 de mayo de 2010

Ser campesino es amar el campo


  Mi abuelo es y será siempre campesino aunque hace 20 años viva en la ciudad, el mismo tiempo que lleva sin tocar una guataca ni arar la tierra o atender a sus animales.

   Ahora tiene 88 años, pero cuando mi papá quiso entonces que él y mi abuela se mudaran para Colón porque ya estaban muy viejos para vivir solos en su finca, yo pensé que se iba a morir de tristeza.

  Porque mi abuelo Juan siempre vivió en el campo, respirando desde la madrugada ese olor a tierra húmeda y yerbas recién lavadas que no se encuentran en otra parte.


  Hijo de padre español y ama de casa cubana y analfabeta, mi abuelo y sus 13 hermanos crecieron pegados al fango y apenas llegaron al tercer o cuarto grado en la escuela, porque tenían que ayudar en la casa y la finca.

  Huérfano de padre muy temprano tuvo que pegarse duro al trabajo y aprender las mañas del campo cuando aun no le habían salido el bigote ni los músculos.

  De joven cortaba caña para ganarse literalmente unos kilos, y así conoció provincias como Camaguey y Ciego de Ávila, hasta donde iba con amigos y hermanos para buscar trabajo cuando las cosas en Cuba eran muy difíciles.

  Después se casó con mi abuela y su mamá le dio la parte de las tierras que le tocaban, apenas unas hectáreas que cercó y convirtió en esa finca La Esperanza donde viví los mejores 10 años de mi vida.

  Recuerdo las dos arboledas con árboles inmensos de todas las frutas habidas y por haber, el cañaveral, el platanal, el potrero para las vacas y los chivos, los corrales de los puercos, las gallinas y los sembrados de arroz, de yuca, de maíz, de boniato o de frijoles.

  Cuando yo nací ya a mi abuelo hacía seis años le había dado el derrame cerebral, y no era el mismo de antes. Pero aún así seguía montando a caballo, aquel caballo Tondique que era como su guía y jamás lo defraudó.

  Y también guataqueaba con una mancuerna amarrada a la cintura para aguantar la guataca, mientras la movía con su mano izquierda, porque la derecha le había quedado renga.

  Así lo veía yo repasar campos enteros, fuerte como el roble a pesar de su impedimento. Y alimentaba a los animales, ordeñaba las vacas y no había quien le quitara el derecho al darle la puñalada al puerco.

  Mi abuelo no sabía de agronomía, jamás lo vi leer nada sobre eso y menos preguntar a nadie que hubiera estudiado sobre técnicas agrícolas. No le hacían falta porque él tenía lo principal: la experiencia.

  Él sabía cuál era la mejor época para cada cosecha, cómo había que hacer las rotaciones, qué hacer si no llovía, cuando un año iba a ser bueno o malo en cuestiones de comida.

  Él mismo curaba a sus animales, sabía como engordarlos sanamente si eran para comer o como arreglárselas para que las vacas recién paridas tuvieran alimento a pesar de la sequía.

  Y en las cuentas no había quien le pusiera un pie delante, cuando vendía en los años 80 a cinco centavos la mazorca de maíz, o la manteca de puerco o el arroz, que creo lo hacía más por ayudar a la gente que para ganar dinero.

  Pero llegó el momento en que la vida lo puso en la encrucijada de quedarse con mi abuela, viejos y solos en su finca de Cuatro Esquinas, en los Arabos, o mudarse con su hijo y nietos. Y decidió entonces entregar las tierras a una cooperativa e irse.

  A mi abuelo aquello le dolió en el alma. Pero es que sus dos hijos no podían seguir la tradición campesina: mi papá era profesor en la Formadora de Maestros y mi tío estudiaba entonces Ingeniería en Perforación de Petróleo en la ex Unión Soviética.

  Yo nunca le he preguntado qué hubiera querido para el futuro de su familia porque sé que sería muy difícil de responder. Él sabe que hubiera sido egoísta frenar el desarrollo de sus hijos, ambos brillantes en la escuela desde pequeños.

  Pero yo sé, porque le he visto la mirada triste de hace 20 años que sería más feliz si simplemente nos hubiéramos quedado en el campo, en aquella finca a donde jamás ha vuelto y de la que casi no habla.

  Mi abuelo todavía se pone el sombrero para estar en la casa, y vigila la mata de plátanos que tiene en el patio o los huevos que ponen las gallinas. Y se hincha de orgullo porque hasta su hijo Juancito que vive en Santa Marta y es director de una empresa, tiene el patio lleno de matas y un huerto.

  Mi abuelo Juan piensa y habla como campesino. Él dice que ser campesino no es vivir o trabajar en el campo, sino sentirlo. “Amar al campo, eso es ser campesino”, algo que él seguirá siendo y sintiendo hasta el último de sus días.

3 comentarios:

  1. me gustó la hisotria del abuelo, es verdad que así son los campesinos, se mueren siendo campesinos aquenuqe viva en la habana

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  2. Que belleza la historia de tu abuelito. Tus recuerdos de los "10 mejores años de mi vida" me hacen acordar de los que pasé aquí, en la estancia de mi abuela cuando era aún, muy niño.
    Y que lindo se lo ve a tu abuelo!!
    Un abrazo desde Argentina,Yirma.

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  3. Gracias, Juan Marinero... fueron los mejores años de mi vida. Algún día pienso volver al campo. Ya ve,mis padres se fueron del campo a la ciudad y yo quiero volver al campo...

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