Ojalá encuentren aquí un pedazo de Cuba, de su alma y de su gente... un poco de Matanzas, y un poco de mí

sábado, 18 de mayo de 2013

La niña campesina que nunca me abandona

Yo me crié en el campo. Y cuando digo campo, es campo campo. Los primeros cinco años de mi vida fui una niña “cerrera”, como diría mi abuela; de esas que no quieren saludar a las visitas y les hacen pasar mil penas a sus padres cuando les sacan a pasear.

Mis contactos humanos más constantes eran mis abuelos paternos, ambos campesinos, que no habían llegado al sexto grado ninguno de los dos. Eso sí, con una educación, corrección al hablar, modales y sabiduría que ya querrían tener muchos de los universitarios de hoy.

Crecí en una finca cercada de piña de ratón y repleta de todos los sueños que un niño puede desear: La Esperanza, la finca de mi abuelo Juan; en una casa de tablas con techo de cartón negro, que cuando hacía mucho calor no había quien estuviera debajo.

Pero con un jardín lleno de todas las flores hermosas que se dan en esta isla: jazmín, claveles, azucenas, marpacíficos, rosas de todos los colores y el galán de noche, que perfumaba todo al caer el sol.

Había también una arboleda alrededor de la casa, con matas de guayaba y mango de todas las clases, ciruelas, caimito, mamey, aguacate; y otra arboleda más lejos y con más plantas…

Y detrás del corral de los puercos estaba el cañaveral, de caña superdulce, y un platanal largo y estrecho. Y los sembrados de yuca, de maíz, de arroz, de frijoles…

Las gallinas andaban sueltas, y había también guanajos y guineos. Y estaba el perro Tamacún, que era casi de mi tamaño, pero muy manso, y el buenazo de Tondique, el caballo de mi abuelo Juan. Había también vacas y los chivos de mi hermano Adriancito.

En un lateral de la finca estaba el pozo hondo, y detrás de la casa principal había una casita donde se guardaban a la vez las cosechas de mi abuelo y todos los tarecos que iban sobrando.

Dentro de la casa no había excusado, sino que estaba afuera, y si llovía había que mojarse para orinar o…

Y ni soñar con electricidad. Los diez primeros años de mi vida fueron un apagón constante, que hasta cierto punto agradezco. Había que alumbrarse con quinqués, chismosas, linternas o lo que hubiera a mano.

Recuerdo que mi abuelo tenía un farol chino, que usaba unas camisetas tejidas para el bombillo, y yo se las robaba para hacerle medias a mis muñecas.

Por equipo solo recuerdo el radio VEF que aún mi abuelo conserva, y donde mi abuela vivía pegada a Radio Progreso, la emisora de la familia cubana.

A mí me gustaba andar descalza y en blumer y siempre me ganaba el regaño de mi mamá que decía que yo no tenía vergüenza. ¡Pero qué sabe una niña de menos de cinco años lo que es ese tipo de vergüenza!

Yo me levantaba temprano, llamaba a abuelita Inés, y ella me llevaba mi leche de vaca recién ordeñada; y en el almuerzo comía huevos criollos, porque mi abuelo decía que esos huevos blancos que vendían en la bodega eran una porquería; y en las comidas siempre había carne fresca, de puerco o pollo.

Mi abuela a cada rato me recuerda que me tomaba cuatro pomos de leche al día, y que por eso estaba gordita.

Yo fui una niña campesina, criada con las mañas del campo, por dos viejos campesinos, en medio de una finca en las afueras de Cuatro Esquinas, un bateycito de Los Arabos.

Aprendí en esos años (viví en el campo hasta los diez, pero los cinco primeros fueron totalmente salvajes) el valor de la libertad, de la familia, de la amistad, de la hermandad y aprendí a amar la naturaleza en toda la extensión de su palabra.

Esa niña campesina fue arrancada del campo porque en la ciudad hay más posibilidades, porque mis padres eran profesionales. Pero nunca ha podido desprenderse de su origen verdadero, que se la sale al caminar despreocupada, al hablar sin tapujos, en ese de creer que todo el mundo es bueno…

La niña creció, se hizo profesional ella también, pero cada vez que habla del campo se le hace un nudo en la garganta, porque en el fondo sigo siendo la misma niña campesina con la cara llena de pecas, unas libras de más y siempre dispuesta para hacer una maldad. 


2 comentarios:

  1. Su relato es muy ameno, me recuerda mis vacaciones de niña, entre mariposas y flores silvertres, en casa de unos tíos, en Cuatro Esquina (años 60 y 70) donde naciera mi madre Oralia Oquendo Aguerreberes. Saludos, María

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